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22 DIC

La grieta 

Sin llorar, pero nunca tuve una pelota nueva ochentera. Siempre llegaron a mí desde azoteas ajenas, de rebote, como regalo de Dios.
La grieta 

Por Enrique Lomas Urista

Sin llorar, pero nunca tuve una pelota nueva ochentera. Siempre llegaron a mí desde azoteas ajenas, de rebote, como regalo de Dios. Su caída en el patio familiar anunciaba el fin de mis horas de tedio y una popularidad espontánea entre los chicos del barrio, que me abrazarían sin quererme y me darían mis primeras lecciones de antidemocracia al ser elegido entre los primeros para jugar entre los mejores, a pesar de mis pies planos y mis rodillas invertidas que auguraban la derrota del equipo.

Sin llorar pero fui popular al ser efímero poseedor de esas pelotas que,  de nuevas eran las favoritas de las muchachas voleibolistas, pero al ser endurecidas por el maltrato cotidiano se convertían  en bolas prehispánicas, como de caucho, con las que se libraban combates a muerte y cuya contundencia en los rostros, entre ceja y ceja y media madre, solían desmayar a héroes en turno.

Sin llorar, pero esas pelotas rojas eran la vida y la muerte en los tiempos en los que dejar el mundo era cosa de viejitos o de primos que se ahogaban cruzando un río embravecido por el hambre.

Sin llorar, pero no olvido la gloria de patear esas pelotas, de soñar con la inmortalidad de la fama que siempre ofreció el fútbol y que nunca nos fue concedida.

Sin llorar, pero alguien pateó muy lejos esas esferas de felicidad. Quizá fue el tiempo el que abrió una grieta gigante y sin fondo el que tragó todas las pelotas que no tuve; esa grieta por el que se despeñaron los sueños y las lágrimas...sin llorar.

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